28.1.15

TAN IGUALES COMO DIFERENTES

25- Tan iguales como diferentes 
(Capítulo 25 del libro “VIVIR SIN ETIQUETAS”, escrito por mi Rab Damián Karo, quien me facilitó éste texto para compartirlo)

Vimos que los seres humanos somos todos iguales y al mismo tiempo cada uno es único, irremplazable e irrepetible. Es solo una cuestión de perspectiva, de cuánto focalizamos: si abrimos suficiente el foco, somos todos iguales; si lo cerramos, somos todos diferentes. Somos todos iguales en nuestra condición de humanidad y a la vez cada ser humano es único y aporta algo singular a la vida, al grupo.
Todos somos parte de varias minorías y la vez de la humanidad toda. Dijimos que los seres humanos somos sociables, nos vinculamos con otros, vivimos en grupos y creamos cultura. En nuestra sociedad, la agrupación de los individuos y la segmentación son utilizadas para la dominación y para generar ventas. Puede que sea beneficioso para alguien, pero seguro no lo es para la mayoría de nosotros. En el “divide y reinarás”[1]aplicado en el que vivimos los que reinan puede que estén satisfechos, el interrogante es por qué lo legitimamos. Como vimos, en el momento en que dejamos de legitimarlo el sistema se desmorona. Sostenemos el régimen cuando nos enfrentarnos entre nosotros y, principalmente, cuando nos discriminarnos por nuestras diferencias. Recordemos que todos pertenecemos no solamente a uno sino a varios grupos al mismo tiempo y es lo que nos hace particularmente únicos. El collage que somos nos constituye.
Las diferencias surgen de nuestra originalidad y son precisamente esas diferencias las que nos enriquecen en el encuentro con el otro. En nuestra cultura esas diferencias han dado lugar también a la discriminación[2], la marginalidad y la exclusión. Como vimos, toda sociedad se compone de individuos, y estos debieran ser lo más importante y su satisfacción el objetivo principal. En la nuestra, se persigue el beneficio de pocos en detrimento de muchos. Vivimos en sociedades en las que la discriminación, la marginalidad y la exclusión han dejado a muchos con menos que nada. A todos como humanidad responsable del otro, de nuestro hermano, nos falta el alimento, la salud, la libertad, la educación, el trabajo, la vivienda, la dignidad.

Repasemos un poco de historia: la Declaración Universal de los Derechos Humanos se proclamó en 1948, con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). El gran tema de la Segunda Guerra, no resuelto aún por la humanidad, se relaciona con las fabricas de la muerte y con la estruendosa complicidad del silencio mundial, en principio, siguiendo por los campos de exterminio y coronado por las masacres de Hiroshima y Nagasaki. La “novedad” fue la sistematización del asesinato y el silencio cómplice del mundo que lo permitió. Después de eso aparece la Declaración de los Derechos Humanos. ¿Acaso resolvimos como humanidad el problema central? ¿Dejamos de considerar a los que están del otro lado del mundo, a los diferentes de nosotros, como menos humanos que nosotros? No, no lo resolvimos. Por más convenciones que hagamos, declaraciones de derechos y tratados internacionales que firmemos, o no, no resolvimos nosotros en nuestro hogar, en nuestra mismidad, en las palabras que elegimos y con las que construimos un mundo que es bien distinto del que decimos que queremos. Por los temas no resueltos que dieron lugar y que permitieron a las atrocidades de la Segunda Guerra es que en la posguerra tantos pensadores han trabajado los temas de la otredad y la responsabilidad[3]. La discriminación, la marginalidad y la exclusión son problemas que continuamos aún sin resolver. Tampoco hemos alcanzado los ideales proclamados en la Revolución Francesa[4](1789) de igualdad, fraternidad y libertad. Las Declaraciones de Derechos Humanos son palabras que representan intenciones que calman nuestras conciencias, pero que no son suficientes para resolver los temas de fondo.

La marginación es hija de la discriminación. Marginamos y excluimos a los débiles o a los que queremos debilitar, y los llamamos “minorías” aunque no lo sean. ¿Qué es una minoría? Tomemos distancia un instante de la respuesta inmediata, pensemos con las palabras que mejor describen, las menos enmascaradoras, las que no están encubriendo sino ayudándonos a descubrir el meollo del concepto. Asumamos una posición que nos permita formular preguntas respecto de lo que estamos analizando; preguntas que, bien formuladas, son la mitad de la respuesta. Entonces veremos que una minoría es un grupo de individuos diferentes de nosotros, marginal. Es decir que nuestra cultura, además de ser dominante, nos formatea de modo tal que quien no sea idéntico a nosotros es menospreciado y la vez considerado una amenaza. Su modo de ser diferente por sí mismo cuestiona nuestra cultura. Al ser una sociedad inmadura, necesitamos de la constante aprobación de los demás. No es suficiente adorar a nuestro Dios sino que necesitamos que todos lo adoren. Porque es tan frágil nuestra fe que necesitamos que todos los demás la validen. Si estuviéramos maduros y seguros de nuestras ideas y deseos, si nos apropiáramos de nuestras elecciones, no precisaríamos de tantas confirmaciones externas. Porque sosteniendo que el errado es el otro confirmamos que nosotros estamos en lo cierto. Si otro es diferente, deja al descubierto que existe la posibilidad de ser distintos. Nosotros también podríamos cuestionarnos y re-elegir, y es a esa libertad responsable a la que le tememos. Como los animales nacidos, tras muchas generaciones, en cautiverio, estamos aterrados ante la posibilidad de que alguien se deje la puerta de la jaula abierta.
Al discriminar nos tornamos ridículos, analicémoslo y veamos: la acepción del término “minoría” es ajena a como generalmente la utilizamos, es grotesco pensar en que un grupo mayoritario puede ser llamado minoría. Por ejemplo, puede ser que haya más mujeres que varones, pero mientras el poder y la dominación estén en manos de los varones, seguirán siendo consideradas una “minoría”, débiles y vulnerables. En la era de las “comunicaciones” y “la aldea global” consideramos algo minoría, diferente y marginal según el lugar en el que nos encontramos, esto es por lo menos extraño. Por ejemplo, si en una ciudad somos mayoría los de nuestro credo respecto de los de otro discriminamos a estos considerándolos minoría olvidando, por otro lado, que en el país ellos son mayoría. Podríamos continuar con esta lógica y prestar atención a que América y Europa son minoritarios en terrenos y población, mientras se comportan como si fueran mayorías.
¿Otro ejemplo? Un chino en Buenos Aires puede ser discriminado como una minoría siendo los chinos por lejos mayoría en el mundo respecto de los argentinos. O también puede ser discriminado por cómo habla el español siendo que nosotros en China no hubiéramos hablado mejor el chino en el tiempo que el aprendió el idioma.
Maduremos, enorgullezcámonos de quienes somos y dejemos ya de burlarnos de los diferentes de nosotros; amémonos y podremos amar a los otros.

Discriminadores anti-discriminación
Muchas veces enarbolamos hipócritamente las banderas de los derechos humanos en pos de nuestro grupo. Supongamos que hubo una agresión contra alguien de un grupo al que pertenecemos. Vamos a marchar y a declamar por los Derechos Humanos por la no violencia, la no discriminación, el no ataque contra las minorías, que casualmente en este caso es la nuestra. Al día siguiente, otro grupo minoritario es agredido y convoca a una marcha reclamando lo mismo que nosotros en el día de ayer: la instrumentación y vigencia de los Derechos Humanos, de no agredir a las minorías y de que esa minoría no sea discriminada, etc. Ahora bien, si es cierto lo que proclamamos ayer debiéramos participar activamente hoy en la marcha. Si ellos están convencidos de lo que están proclamando, debieran haber marchado también con nosotros ayer. Y quien agredió —a los dos grupos— también pertenece a una minoría. Aquí está la trampa que una vez descubierta es la solución misma. El problema es que estamos reclamando egoístamente desde nuestro propio interés y no verdaderamente por los Derechos Humanos. No nos comportamos como si auténticamente adhiriéramos a ellos, sino que utilizamos los Derechos Humanos para nuestro propio beneficio. Si todos deseáramos y obráramos en pos de los derechos individuales y contra la opresión, la imposición, la diferenciación por sí mismas, todos iríamos a todas las marchas y repudiaríamos todos los actos de discriminación. Es decir, que no habría más ni marchas ni agresiones.

De nueras y yernos
Los míos, los tuyos, los nuestros
Cuando a alguno de los dos integrantes de una pareja le disgusta algo de alguno de sus suegros, en el caso que sea un tema para conversarlo, se sugiere que quien lo hable sea su hijo y no su yerno o nuera. Cada uno de los cónyuges puede enfrentar a sus padres, pero no es recomendable que lo haga con sus suegros. Si en la pareja hay un buen diálogo y cada quien habla con sus propios padres, entonces estos entredichos serán diluidos y olvidados en el transcurrir del tiempo. Esto es así ya que el amor de los padres por los hijos permitirá sanar las heridas, mientras que con el yerno o la nuera la anécdota quedará fijada en los malos recuerdos.
De manera análoga, si realmente nuestros valores son los que pregonamos, como los de los Derechos Humanos, sería más efectivo que cada uno los predique entre los de su propio grupo en pos de los de los otros. Si decimos creer en la no discriminación —y no es una excusa para que no nos discriminen a nosotros sino que verdaderamente creemos que la discriminación es negativa—, entonces podemos hablar con “los nuestros” contra la discriminación de todos “los otros”. Por ejemplo, si un judío les habla a favor del Islam a los judíos, van a escuchar mejor que si lo hace un islámico; los conoce mejor, comparte los códigos, las mismas sensibilidades y sabe cómo abordarlos. Pero si un islámico les habla a los judíos, es probable que no llegue su discurso a ser aceptado y hasta que sea contraproducente. Al judío que habla de no discriminar a los islámicos se lo puede condenar entre los propios, sin embargo ahí termina el asunto. Mientras que si el islámico les dice las mismas palabras, condenarán a todos los islámicos. Seamos coherentes en nuestros actos para que se cumplan nuestros deseos. Trabajemos para que los valores que pregonamos sean los que rijan nuestra sociedad, y pidamos para todos lo mismo que pedimos para nosotros. Ocupémonos de plasmar los valores en los que creemos para la humanidad y no solamente para nosotros.

Aquello a lo que no estamos acostumbrados, que pertenece a otra cultura, nos impacta. Si estuviéramos seguros en nuestra mismidad, con nuestro amor por nosotros, con nuestra felicidad, no estaríamos tan necesitados de definir, etiquetar, a quien acostumbra o elije otra cosa, como si fuera otro completamente ajeno a nosotros. Podríamos focalizar en que es o elije lo mismo que nosotros: ser libre, responsable y feliz; que está atravesado por su cultura y se libera hasta donde puede; que va siendo en sus elecciones, que no son ni buenas ni malas, ni propias ni ajenas, sino las suyas, y que es lo más amoroso posible consigo y con los otros.
Somos iguales, lo único que sucede es que usamos ropas diferentes, hablamos diferentes lenguas, adoramos dioses diferentes, disfrutamos de maneras diferentes, comemos alimentos diferentes, tenemos creencias diferentes, sistemas diferentes de familia, de sociedad, de vida, de medicina, de tecnología. No existe ningún problema en ello. Veamos qué podemos compartir y aprender de otras culturas. Compartamos saberes, costumbres, artes, estilos, ritos, ideas, creencias, y seguiremos siendo quienes somos.


[1] Nicolás, Maquiavelo, El príncipe.
[2] El Diccionario de la Real Academia Española define discriminar como: “Seleccionar excluyendo, dar trato de inferioridad a un individuo o colectividad”.
[3] Emmanuel Lévinas, Martin Buber, etc...
[4] Como dice Adolfo Aristarain en Lugares comunes.