25- Tan iguales como diferentes
(Capítulo 25 del libro “VIVIR SIN ETIQUETAS”, escrito por mi Rab Damián
Karo, quien me facilitó éste texto para compartirlo)
Vimos que los seres humanos somos todos iguales y al mismo
tiempo cada uno es único, irremplazable e irrepetible. Es solo una cuestión de
perspectiva, de cuánto focalizamos: si abrimos suficiente el foco, somos todos
iguales; si lo cerramos, somos todos diferentes. Somos todos iguales en nuestra
condición de humanidad y a la vez cada ser humano es único y aporta algo
singular a la vida, al grupo.
Todos somos parte de varias minorías y la vez de la humanidad
toda. Dijimos que los seres humanos somos sociables, nos vinculamos con otros,
vivimos en grupos y creamos cultura. En nuestra sociedad, la agrupación de los
individuos y la segmentación son utilizadas para la dominación y para generar
ventas. Puede que sea beneficioso para alguien, pero seguro no lo es para la
mayoría de nosotros. En el “divide y reinarás”[1]aplicado en
el que vivimos los que reinan puede que estén satisfechos, el interrogante es
por qué lo legitimamos. Como vimos, en el momento en que dejamos de legitimarlo
el sistema se desmorona. Sostenemos el régimen cuando nos enfrentarnos entre
nosotros y, principalmente, cuando nos discriminarnos por nuestras diferencias.
Recordemos que todos pertenecemos no solamente a uno sino a varios grupos al
mismo tiempo y es lo que nos hace particularmente únicos. El collage que somos
nos constituye.
Las diferencias surgen de nuestra originalidad y son
precisamente esas diferencias las que nos enriquecen en el encuentro con el
otro. En nuestra cultura esas diferencias han dado lugar también a la
discriminación[2], la
marginalidad y la exclusión. Como vimos, toda sociedad se compone de
individuos, y estos debieran ser lo más importante y su satisfacción el
objetivo principal. En la nuestra, se persigue el beneficio de pocos en
detrimento de muchos. Vivimos en sociedades en las que la discriminación, la
marginalidad y la exclusión han dejado a muchos con menos que nada. A todos
como humanidad responsable del otro, de nuestro hermano, nos falta el alimento,
la salud, la libertad, la educación, el trabajo, la vivienda, la dignidad.
Repasemos un poco de historia: la Declaración Universal
de los Derechos Humanos se proclamó en 1948, con posterioridad a la Segunda Guerra
Mundial (1939-1945). El gran tema de la Segunda Guerra , no
resuelto aún por la humanidad, se relaciona con las fabricas de la muerte y con
la estruendosa complicidad del silencio mundial, en principio, siguiendo por
los campos de exterminio y coronado por las masacres de Hiroshima y Nagasaki.
La “novedad” fue la sistematización del asesinato y el silencio cómplice del
mundo que lo permitió. Después de eso aparece la Declaración de los
Derechos Humanos. ¿Acaso resolvimos como humanidad el problema central?
¿Dejamos de considerar a los que están del otro lado del mundo, a los
diferentes de nosotros, como menos humanos que nosotros? No, no lo resolvimos.
Por más convenciones que hagamos, declaraciones de derechos y tratados
internacionales que firmemos, o no, no resolvimos nosotros en nuestro hogar, en
nuestra mismidad, en las palabras que elegimos y con las que construimos un
mundo que es bien distinto del que decimos que queremos. Por los temas no
resueltos que dieron lugar y que permitieron a las atrocidades de la Segunda Guerra es
que en la posguerra tantos pensadores han trabajado los temas de la otredad y
la responsabilidad[3]. La
discriminación, la marginalidad y la exclusión son problemas que continuamos
aún sin resolver. Tampoco hemos alcanzado los ideales proclamados en la Revolución Francesa [4](1789) de
igualdad, fraternidad y libertad. Las Declaraciones de Derechos Humanos son
palabras que representan intenciones que calman nuestras conciencias, pero que
no son suficientes para resolver los temas de fondo.
La marginación es hija de la discriminación. Marginamos y
excluimos a los débiles o a los que queremos debilitar, y los llamamos
“minorías” aunque no lo sean. ¿Qué es una minoría? Tomemos distancia un
instante de la respuesta inmediata, pensemos con las palabras que mejor
describen, las menos enmascaradoras, las que no están encubriendo sino ayudándonos
a descubrir el meollo del concepto. Asumamos una posición que nos permita
formular preguntas respecto de lo que estamos analizando; preguntas que, bien
formuladas, son la mitad de la respuesta. Entonces veremos que una minoría es
un grupo de individuos diferentes de nosotros, marginal. Es decir que nuestra
cultura, además de ser dominante, nos formatea de modo tal que quien no sea
idéntico a nosotros es menospreciado y la vez considerado una amenaza. Su modo
de ser diferente por sí mismo cuestiona nuestra cultura. Al ser una sociedad
inmadura, necesitamos de la constante aprobación de los demás. No es suficiente
adorar a nuestro Dios sino que necesitamos que todos lo adoren. Porque es tan
frágil nuestra fe que necesitamos que todos los demás la validen. Si
estuviéramos maduros y seguros de nuestras ideas y deseos, si nos apropiáramos
de nuestras elecciones, no precisaríamos de tantas confirmaciones externas.
Porque sosteniendo que el errado es el otro confirmamos que nosotros estamos en
lo cierto. Si otro es diferente, deja al descubierto que existe la posibilidad
de ser distintos. Nosotros también podríamos cuestionarnos y re-elegir, y es a
esa libertad responsable a la que le tememos. Como los animales nacidos, tras
muchas generaciones, en cautiverio, estamos aterrados ante la posibilidad de
que alguien se deje la puerta de la jaula abierta.
Al discriminar nos tornamos ridículos, analicémoslo y veamos: la
acepción del término “minoría” es ajena a como generalmente la utilizamos, es
grotesco pensar en que un grupo mayoritario puede ser llamado minoría. Por
ejemplo, puede ser que haya más mujeres que varones, pero mientras el poder y
la dominación estén en manos de los varones, seguirán siendo consideradas una
“minoría”, débiles y vulnerables. En la era de las “comunicaciones” y “la aldea
global” consideramos algo minoría, diferente y marginal según el lugar en el
que nos encontramos, esto es por lo menos extraño. Por ejemplo, si en una
ciudad somos mayoría los de nuestro credo respecto de los de otro discriminamos
a estos considerándolos minoría olvidando, por otro lado, que en el país ellos
son mayoría. Podríamos continuar con esta lógica y prestar atención a que
América y Europa son minoritarios en terrenos y población, mientras se
comportan como si fueran mayorías.
¿Otro ejemplo? Un chino en Buenos Aires puede ser discriminado
como una minoría siendo los chinos por lejos mayoría en el mundo respecto de
los argentinos. O también puede ser discriminado por cómo habla el español
siendo que nosotros en China no hubiéramos hablado mejor el chino en el tiempo
que el aprendió el idioma.
Maduremos, enorgullezcámonos de quienes somos y dejemos ya de
burlarnos de los diferentes de nosotros; amémonos y podremos amar a los otros.
Discriminadores
anti-discriminación
Muchas veces enarbolamos hipócritamente las banderas de los
derechos humanos en pos de nuestro grupo. Supongamos que hubo una agresión
contra alguien de un grupo al que pertenecemos. Vamos a marchar y a declamar
por los Derechos Humanos por la no violencia, la no discriminación, el no
ataque contra las minorías, que casualmente en este caso es la nuestra. Al día
siguiente, otro grupo minoritario es agredido y convoca a una marcha reclamando
lo mismo que nosotros en el día de ayer: la instrumentación y vigencia de los
Derechos Humanos, de no agredir a las minorías y de que esa minoría no sea
discriminada, etc. Ahora bien, si es cierto lo que proclamamos ayer debiéramos
participar activamente hoy en la marcha. Si ellos están convencidos de lo que
están proclamando, debieran haber marchado también con nosotros ayer. Y quien
agredió —a los dos grupos— también pertenece a una minoría. Aquí está la trampa
que una vez descubierta es la solución misma. El problema es que estamos
reclamando egoístamente desde nuestro propio interés y no verdaderamente por
los Derechos Humanos. No nos comportamos como si auténticamente adhiriéramos a
ellos, sino que utilizamos los Derechos Humanos para nuestro propio beneficio.
Si todos deseáramos y obráramos en pos de los derechos individuales y contra la
opresión, la imposición, la diferenciación por sí mismas, todos iríamos a todas
las marchas y repudiaríamos todos los actos de discriminación. Es decir, que no
habría más ni marchas ni agresiones.
De nueras y
yernos
Los míos,
los tuyos, los nuestros
Cuando a
alguno de los dos integrantes de una pareja le disgusta algo de alguno de sus
suegros, en el caso que sea un tema para conversarlo, se sugiere que quien lo
hable sea su hijo y no su yerno o nuera. Cada uno de los cónyuges puede
enfrentar a sus padres, pero no es recomendable que lo haga con sus suegros. Si
en la pareja hay un buen diálogo y cada quien habla con sus propios padres,
entonces estos entredichos serán diluidos y olvidados en el transcurrir del
tiempo. Esto es así ya que el amor de los padres por los hijos permitirá sanar
las heridas, mientras que con el yerno o la nuera la anécdota quedará fijada en
los malos recuerdos.
De manera
análoga, si realmente nuestros valores son los que pregonamos, como los de los
Derechos Humanos, sería más efectivo que cada uno los predique entre los de su
propio grupo en pos de los de los otros. Si decimos creer en la no
discriminación —y no es una excusa para que no nos discriminen a nosotros sino
que verdaderamente creemos que la discriminación es negativa—, entonces podemos
hablar con “los nuestros” contra la discriminación de todos “los otros”. Por
ejemplo, si un judío les habla a favor del Islam a los judíos, van a escuchar
mejor que si lo hace un islámico; los conoce mejor, comparte los códigos, las
mismas sensibilidades y sabe cómo abordarlos. Pero si un islámico les habla a
los judíos, es probable que no llegue su discurso a ser aceptado y hasta que
sea contraproducente. Al judío que habla de no discriminar a los islámicos se
lo puede condenar entre los propios, sin embargo ahí termina el asunto.
Mientras que si el islámico les dice las mismas palabras, condenarán a todos
los islámicos. Seamos coherentes en nuestros actos para que se cumplan nuestros
deseos. Trabajemos para que los valores que pregonamos sean los que rijan
nuestra sociedad, y pidamos para todos lo mismo que pedimos para nosotros.
Ocupémonos de plasmar los valores en los que creemos para la humanidad y no
solamente para nosotros.
Aquello a lo que no estamos acostumbrados, que pertenece a otra
cultura, nos impacta. Si estuviéramos seguros en nuestra mismidad, con nuestro
amor por nosotros, con nuestra felicidad, no estaríamos tan necesitados de
definir, etiquetar, a quien acostumbra o elije otra cosa, como si fuera otro
completamente ajeno a nosotros. Podríamos focalizar en que es o elije lo mismo
que nosotros: ser libre, responsable y feliz; que está atravesado por su
cultura y se libera hasta donde puede; que va siendo en sus elecciones, que no
son ni buenas ni malas, ni propias ni ajenas, sino las suyas, y que es lo más
amoroso posible consigo y con los otros.
Somos iguales, lo único que sucede es que usamos ropas
diferentes, hablamos diferentes lenguas, adoramos dioses diferentes,
disfrutamos de maneras diferentes, comemos alimentos diferentes, tenemos
creencias diferentes, sistemas diferentes de familia, de sociedad, de vida, de
medicina, de tecnología. No existe ningún problema en ello. Veamos qué podemos
compartir y aprender de otras culturas. Compartamos saberes, costumbres, artes,
estilos, ritos, ideas, creencias, y seguiremos siendo quienes somos.
[2] El Diccionario de la Real Academia
Española define discriminar como: “Seleccionar excluyendo, dar trato de
inferioridad a un individuo o colectividad”.