Basta con mencionar la palabra “Torá” para que
nuestro discurso cobre ante los ojos de gran parte de los judíos de nuestro
país un tinte obsoleto y anticuado. La literatura clásica del pueblo judío –de
entre cuyas obras la Torá y el Tanaj se alzan como estandartes— es considerada
un mero compendio de visiones anquilosadas, de mitos y tradiciones
enclaustrados en esquemas de pensamiento vetustos y no susceptibles de
renovación alguna.
Posiciones como ésta niegan el hecho de que todo
el acervo cultural judío –compuesto por mucho más que meros ritos y dictámenes
legales—, se erige precisamente sobre el corpus de la literatura clásica del
pueblo hebreo, y que en ella han abrevado los genios creadores del judaísmo
para embeber sus obras en la idiosincrasia particular y privativa del pueblo
judío, a la cual gracias a sus trabajos han dado nuevas formas y tonalidades.
Si el Talmud –con su nombre temerario— resultara a estos efectos un ejemplo
ajeno para mucha gente, el Sídur u Orden de Oraciones, que se vale de numerosos
extractos bíblicos para crear textos con nuevos significados, vindicar posturas
teológicas o políticas, no puede escapar a los ojos ni del judío más lego como
demostración de lo antes dicho.
Ahora bien, cuando el estudio y la interpretación
de las obras clásicas (así como los de aquellas que son creadas bajo el efecto
de su legado), que resultan los pilares sobre los que se erigen las prácticas y
la idiosincrasia judías, son relegados por completo y son considerados
prerrogativa exclusiva de un grupo reducido de individuos, asistimos a un
proceso de desintegración identitario. Entonces cabe preguntarnos hoy
–habiéndose derrumbado las paredes del gueto y hallándose la mayor parte de la
judería mundial ya no enclaustrada en comunidades autorreferidas y regidas tan
sólo por la ley rabínica—, ¿cuál es elemento privativo que dota de cohesión a
nuestra sociedad judía sino la huella y conclusiones que arrojan el estudio –o
al menos el contacto— con nuestra propia literatura?, ¿cuál es el elemento
catalizador que hace a nuestra propia identidad como judíos?
Para responder esta pregunta quizás sea útil
mencionar que uno de los elementos distintivos –sino el mayor de ellos— de la
vida judía en la actualidad es la elección. En este sentido, acaso
podamos parafrasear la frase bíblica y decir a este respecto: mi abuelo era un
arameo errante, y bajó a Europa, donde no tuvo otra alternativa sino la de
recluirse en la comunidad judía, cuya ley era la única que le granjeaba el
status de individuo. Hoy, sin embargo, en la mayoría de los países donde
habitamos los judíos, la ley del Estado nacional nos reconoce como ciudadanos
con plenos derechos, y la compulsión externa ya no nos obliga a regirnos tan
sólo por la ley judía o, mejor dicho, por la ley rabínica. Por el otro lado,
los judíos también nos hemos librado del yugo de la autoridad rabínica y de la
compulsión intracomunitaria, nos hemos abierto a un modo de vida cosmopolita y
hemos accedido obras de pensamiento seculares, pero no por eso hemos negado el
valor de nuestra tradición ni hemos renunciado a ser y vivir como judíos. En
definitiva, hoy está al alcance de nuestras manos la posibilidad de elegir
nuestra pertenencia o, por el contrario, nuestra desvinculación del pueblo
judío. A diferencia de nuestros abuelos, se presenta ante nuestros ojos la
temerosa pero real posibilidad de elegir.
Con todo, a menudo olvidamos que sólo es posible
la elección cuando media el conocimiento y la clara consciencia de aquello
sobre lo que nuestra decisión recae. Entonces, cabe preguntarse, ¿acaso no es
un pretensión utópica que nuestros hijos se identifiquen como judíos, cuando la
cultura de nuestro pueblo les es totalmente negada o simplemente ignorada?
Al respecto, el rabino Mórdejai Kaplan escribió
hace ya casi un siglo: “Un judaísmo sin Torá puede aferrarse a la vida durante
una generación o dos, pero su fin es inevitable. Por tanto, nuestro problema es
qué hacer para reinstalar la Torá en la vida del judío”[1]. En
otras palabras, Kaplan nos advierte que un judaísmo apático ante la literatura
en que se funda su acervo cultural es un judaísmo agonizante, un judaísmo que
desconoce e ignora deliberadamente la historia de su pueblo y las raíces de las
que devienen sus tradiciones.
Nosotros, por nuestra parte –y parafraseando a
Wassili Kandinsky— hemos de añadir y llamar la atención acerca de que un
judaísmo que sólo pretende imitar el de un período anterior es un judaísmo que
ya de por sí nace muerto. Es decir: el
único modo de preservar nuestra identidad, nuestras tradiciones y prácticas
como judíos hoy es ahondando en los libros que tratan acerca de su desarrollo
histórico, de las razones que motivaron su institución, de las fuerzas que
pugnaron para vindicarlas o para desestimarlas.
La única forma de subvenir la sensación de vacío que envuelve el pecho
de cada joven judío cuando la huella de su identidad ausente arremete con el
brío que le otorgan miles de años de gestación, de
legislación, de desarrollo filosófico, teológico y literario, es volver a
nuestros viejos libros olvidados, pero fundamentalmente leerlos con los
cristales de nuestros propios anteojos.
A esto se
refería Kaplan al decir, con la simpleza que sólo los genios detentan, que
“siembre debemos estar en la escuela “[2].
Quizás a esto se referían los tanaítas[3]
al refrendar, hace ya unos dos milenos que “Aquel que estudia
mientras pasea por los caminos y distrae su atención diciendo: cuán bellos es
esté árbol o cuán bello es este paraje, es considerado por las Escrituras como
si comprometiese su existencia¨[4].
Parafraseando una interpretación jasídica del rabino de Koztk acerca de esta mishná,
es posible aventurar que estas palabras no se refieren sino a aquel que al
interrumpir su estudio para alabar las bellezas de la naturaleza, demuestra que éste no está vinculado con
su vida, sino relegado a una esfera apartada y escindida de la misma.
Quizás sea el
momento de desenterrar nuestros libros, antiguos y nuevos, quizás sea el
momento de escuchar a Emmanuel Levinas[5],
quien alguna vez dijera: “...no basta con hacer el balance de lo que ´nosotros
los judíos´ somos y sentimos hoy en día. Correríamos el riesgo de tomar como
esencia del judaísmo un judaísmo comprometido, alienado, olvidado, molesto o,
incluso, muerto. (...) Hay otra vía, sembrada de escollos, pero que es la única
verdadera: el retorno a las fuentes, a los antiguos libros olvidados…”. Una vez que lo
hayamos hecho, podremos comprobar con nuestros propios ojos cómo el judaísmo es
algo mucho más amplio que un sistema legal o un conjunto de ritos inveterados,
podremos comprobar que el judaísmo –demasiado amplio como para aventurar una
definición— no es ni blanco ni negro, ni algo que se experimenta algunas veces
al año en un lugar exótico donde los judíos suelen reunirse para ocasiones
especiales. En fin, quizás algún día podamos quitar al judaísmo de aquella
vitrina empolvada en la que yace anhelante por liberarse y escurrirse en todos
los aspectos de nuestras vidas, bajo las más variadas y diversas formas.
Jordán Raber
[1] M. Kaplan, A new
approach to the problema of Judaism, The Society for the Advancement of
Judaism, New York, 1924, p. 43.
El original en inglés reza: ¨A Torahless Judaism may hang on to life for
a generation or two, but its end is inevitable. Hence, our problem is what to
do to reinstate the Torah in the life of the Jew.”
El original en inglés reza: “We must always be at school”.
[3] Se denomina de este modo a los estudiosos
de la ley oral hebrea que vivieron entre el siglo I y III, y de cuyo seno
surgieron las obras escritas que hoy conocemos como Mishná y Tosefta.
[4] Mishná Avot, 3:9, trad. Mórdejai
Ederi.
El original
en hebreo reza:
רבי יעקוב אומר, המהלך בדרך ושונה, ומפסיק משנתו ואומר מה נאה
אילן זה, מה נאה ניר זה--מעלין עליו כאילו הוא מתחייב בנפשו.
[5] E. Levinas, Difícil Libertad, Limud, 200?.