31.1.13

JUDAÍSMO DE VITRINA



     Basta con mencionar la palabra “Torá” para que nuestro discurso cobre ante los ojos de gran parte de los judíos de nuestro país un tinte obsoleto y anticuado. La literatura clásica del pueblo judío –de entre cuyas obras la Torá y el Tanaj se alzan como estandartes— es considerada un mero compendio de visiones anquilosadas, de mitos y tradiciones enclaustrados en esquemas de pensamiento vetustos y no susceptibles de renovación alguna.

     Posiciones como ésta niegan el hecho de que todo el acervo cultural judío –compuesto por mucho más que meros ritos y dictámenes legales—, se erige precisamente sobre el corpus de la literatura clásica del pueblo hebreo, y que en ella han abrevado los genios creadores del judaísmo para embeber sus obras en la idiosincrasia particular y privativa del pueblo judío, a la cual gracias a sus trabajos han dado nuevas formas y tonalidades. Si el Talmud –con su nombre temerario— resultara a estos efectos un ejemplo ajeno para mucha gente, el Sídur u Orden de Oraciones, que se vale de numerosos extractos bíblicos para crear textos con nuevos significados, vindicar posturas teológicas o políticas, no puede escapar a los ojos ni del judío más lego como demostración de lo antes dicho.

     Ahora bien, cuando el estudio y la interpretación de las obras clásicas (así como los de aquellas que son creadas bajo el efecto de su legado), que resultan los pilares sobre los que se erigen las prácticas y la idiosincrasia judías, son relegados por completo y son considerados prerrogativa exclusiva de un grupo reducido de individuos, asistimos a un proceso de desintegración identitario. Entonces cabe preguntarnos hoy –habiéndose derrumbado las paredes del gueto y hallándose la mayor parte de la judería mundial ya no enclaustrada en comunidades autorreferidas y regidas tan sólo por la ley rabínica—, ¿cuál es elemento privativo que dota de cohesión a nuestra sociedad judía sino la huella y conclusiones que arrojan el estudio –o al menos el contacto— con nuestra propia literatura?, ¿cuál es el elemento catalizador que hace a nuestra propia identidad como judíos?

     Para responder esta pregunta quizás sea útil mencionar que uno de los elementos distintivos –sino el mayor de ellos— de la vida judía en la actualidad es la elección. En este sentido, acaso podamos parafrasear la frase bíblica y decir a este respecto: mi abuelo era un arameo errante, y bajó a Europa, donde no tuvo otra alternativa sino la de recluirse en la comunidad judía, cuya ley era la única que le granjeaba el status de individuo. Hoy, sin embargo, en la mayoría de los países donde habitamos los judíos, la ley del Estado nacional nos reconoce como ciudadanos con plenos derechos, y la compulsión externa ya no nos obliga a regirnos tan sólo por la ley judía o, mejor dicho, por la ley rabínica. Por el otro lado, los judíos también nos hemos librado del yugo de la autoridad rabínica y de la compulsión intracomunitaria, nos hemos abierto a un modo de vida cosmopolita y hemos accedido obras de pensamiento seculares, pero no por eso hemos negado el valor de nuestra tradición ni hemos renunciado a ser y vivir como judíos. En definitiva, hoy está al alcance de nuestras manos la posibilidad de elegir nuestra pertenencia o, por el contrario, nuestra desvinculación del pueblo judío. A diferencia de nuestros abuelos, se presenta ante nuestros ojos la temerosa pero real posibilidad de elegir.

      Con todo, a menudo olvidamos que sólo es posible la elección cuando media el conocimiento y la clara consciencia de aquello sobre lo que nuestra decisión recae. Entonces, cabe preguntarse, ¿acaso no es un pretensión utópica que nuestros hijos se identifiquen como judíos, cuando la cultura de nuestro pueblo les es totalmente negada o simplemente ignorada?

     Al respecto, el rabino Mórdejai Kaplan escribió hace ya casi un siglo: “Un judaísmo sin Torá puede aferrarse a la vida durante una generación o dos, pero su fin es inevitable. Por tanto, nuestro problema es qué hacer para reinstalar la Torá en la vida del judío”[1]. En otras palabras, Kaplan nos advierte que un judaísmo apático ante la literatura en que se funda su acervo cultural es un judaísmo agonizante, un judaísmo que desconoce e ignora deliberadamente la historia de su pueblo y las raíces de las que devienen sus tradiciones.

     Nosotros, por nuestra parte –y parafraseando a Wassili Kandinsky— hemos de añadir y llamar la atención acerca de que un judaísmo que sólo pretende imitar el de un período anterior es un judaísmo que ya de por sí nace muerto.  Es decir: el único modo de preservar nuestra identidad, nuestras tradiciones y prácticas como judíos hoy es ahondando en los libros que tratan acerca de su desarrollo histórico, de las razones que motivaron su institución, de las fuerzas que pugnaron para vindicarlas o para desestimarlas.  La única forma de subvenir la sensación de vacío que envuelve el pecho de cada joven judío cuando la huella de su identidad ausente arremete con el brío que le otorgan miles de años de gestación, de legislación, de desarrollo filosófico, teológico y literario, es volver a nuestros viejos libros olvidados, pero fundamentalmente leerlos con los cristales de nuestros propios anteojos.

     A esto se refería Kaplan al decir, con la simpleza que sólo los genios detentan, que “siembre debemos estar en la escuela “[2]. Quizás a esto se referían los tanaítas[3] al refrendar, hace ya unos dos milenos que “Aquel que estudia mientras pasea por los caminos y distrae su atención diciendo: cuán bellos es esté árbol o cuán bello es este paraje, es considerado por las Escrituras como si comprometiese su existencia¨[4]. Parafraseando una interpretación jasídica del rabino de Koztk acerca de esta mishná, es posible aventurar que estas palabras no se refieren sino a aquel que al interrumpir su estudio para alabar las bellezas de la naturaleza, demuestra que éste no está vinculado con su vida, sino relegado a una esfera apartada y escindida de la misma.

     Quizás sea el momento de desenterrar nuestros libros, antiguos y nuevos, quizás sea el momento de escuchar a Emmanuel Levinas[5], quien alguna vez dijera: “...no basta con hacer el balance de lo que ´nosotros los judíos´ somos y sentimos hoy en día. Correríamos el riesgo de tomar como esencia del judaísmo un judaísmo comprometido, alienado, olvidado, molesto o, incluso, muerto. (...) Hay otra vía, sembrada de escollos, pero que es la única verdadera: el retorno a las fuentes, a los antiguos libros olvidados…”. Una vez que lo hayamos hecho, podremos comprobar con nuestros propios ojos cómo el judaísmo es algo mucho más amplio que un sistema legal o un conjunto de ritos inveterados, podremos comprobar que el judaísmo –demasiado amplio como para aventurar una definición— no es ni blanco ni negro, ni algo que se experimenta algunas veces al año en un lugar exótico donde los judíos suelen reunirse para ocasiones especiales. En fin, quizás algún día podamos quitar al judaísmo de aquella vitrina empolvada en la que yace anhelante por liberarse y escurrirse en todos los aspectos de nuestras vidas, bajo las más variadas y diversas formas.

Jordán Raber


[1] M. Kaplan, A new approach to the problema of Judaism, The Society for the Advancement of Judaism, New York, 1924, p. 43.
El original en inglés reza: ¨A Torahless Judaism may hang on to life for a generation or two, but its end is inevitable. Hence, our problem is what to do to reinstate the Torah in the life of the Jew.”
[2] Ibídem, p. 63.
El original en inglés reza: “We must always be at school”.
[3] Se denomina de este modo a los estudiosos de la ley oral hebrea que vivieron entre el siglo I y III, y de cuyo seno surgieron las obras escritas que hoy conocemos como Mishná y Tosefta.
[4] Mishná Avot, 3:9, trad. Mórdejai Ederi.
El original en hebreo reza:
רבי יעקוב אומר, המהלך בדרך ושונה, ומפסיק משנתו ואומר מה נאה אילן זה, מה נאה ניר זה--מעלין עליו כאילו הוא מתחייב בנפשו.
[5] E. Levinas, Difícil Libertad,  Limud, 200?. 

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